La autora recuerda la Gran Redada que miles de gitanos sufrieron el 29 de julio de 1749. Y lo hace reclamando el amor y el cariño a la identidad gitana, “hacia una moral nuestra, hacia un sentimiento que gira en torno a nuestro pasado”. Y lo hace también por la memoria.
Aquel miércoles, 29 de julio, Juana, la viuda de Baltasar de Vargas, echaba el rato a la fresca. Sentada en su silla de enea delante de la puerta de su casa. Conversando con las otras gitanas del barrio gitano de Orihuela; sí, ese mismo barrio donde siglos después nacería un cabrero poeta que sembró los vientos del pueblo de libertad y que se llamó Miguel Hernández.
Trenzaban pitas de esparto mientras charlaban. Juana de Vargas de vez en cuando levantaba la mirada para ver dónde paraba Lucía, que jugaba con las otras niñas, primas y vecinas, a quienes conocía de toda la vida. Juana de Vargas, abuela de Lucía, se conservaba estupendamente. Tenía la avanzada edad de 64 años -para ser gitana y mujer de 1749, había vivido muchos años- y todavía le quedaban fuerzas para jugar con su nieta, trabajar, cuidar de sus hijas y mucho más.