La palabra morisco designa al musulmán convertido al cristianismo
La palabra morisco designa al musulmán convertido al cristianismo.
En el caso de Andalucía, el bautismo dejó de ser una opción para ser un
imperativo tras la Real Cédula de 1502, texto en el que los Reyes Católicos,
como reacción a la revuelta mudéjar del Reino de Granada (1499-1501),
ordenaron la expulsión de los territorios castellanos de quienes lo
rechazaran. Tan drástica medida debe contextualizarse en la época:
aquella en la que la consolidación de los Estados Modernos necesitaba de
la formación de grupos confesionales homogéneos, aquella en la que era
inconcebible que un rey tuviese súbditos que no profesasen su misma fe.
AMALIA GARCÍA PEDRAZA
ARCHIVO HISTÓRICO DE PROTOCOLOS DE GRANADA
Y viendo tan buena ocasión de cómo de presente se ofrecía, les aconsejó que no partiese mano de la conversión de los moros, que ya estaba comenzada, y que pues habían sido rebeldes y por ello merecían pena de muerte y perdimiento de bienes, el perdón que les concediese fuese condicional, con que se tornasen cristianos o dejasen la tierra”. Con estas palabras describía Luis del Mármol Carvajal (1524-1600) en su Historia del Rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada la decisión de los Reyes Católicos de expulsar de los territorios castellanos a quienes rechazaran el bautismo.

Bautizados sin formación doctrinal, a ojos de sus coetáneos y de quienes durante centurias se ocuparon de su historia, los moriscos nunca dejaron de ser musulmanes de corazón. Hombres y mujeres que clandestinamente seguían observando sus antiguos ritos en momentos como los del nacimiento, el matrimonio o la muerte, que continuaban ayunando en el Ramadán, rezando a Alá y practicando la ablución ritual que precedía a la oración. Un ser musulmán, que de forma visible y cotidiana, se manifestaba en aspectos culturales como el traje, la alimentación, las danzas, el uso de la lengua árabe o de los baños públicos. Señas de identidad que perduraron gracias a la cohesión interna de la minoría y a la práctica de matrimonios endogámicos. A esta disidencia religioso-cultural vino a sumarse la continua sospecha que sobre ellos recayó de ser súbditos desleales, especie de quinta columna predispuesta a aliarse con los enemigos de la Corona, preferentemente con los turcos. Una visión negativa a la que contribuyeron fenómenos como el bandolerismo morisco, el apoyo prestado a los corsarios berberiscos o las huidas a allende.
La política de la Corona con los moriscos no fue monolítica, aunque sí persiguió el mismo fin: eliminar cualquier particularidad que los singularizara de los cristianos viejos. Una tarea especialmente ardua de llevar a cabo en el Reino de Granada, pues su reciente incorporación a Castilla y su numerosa población cristiano nueva lo erigían en el territorio más islamizado de Andalucía. Hasta el primer cuarto de siglo, se apostó por la conversión de sus naturales mediante métodos pastorales, creyendo que el tiempo y la convivencia diluirían las diferencias. No obstante, de forma jalonada, ya comienzan a dictarse las primeras restricciones de sus usos y costumbres. Es el caso de las provisiones firmadas por la reina doña Juana (1511), relativas a su vestimenta o al degüello ritual de animales. Un viraje hacia políticas ya claramente represivas lo representó la Congregación de la Capilla Real de Granada (1526), auspiciada por el emperador Carlos I. Fruto de sus conclusiones, una Real Provisión decretará la supresión de todos sus particularismos y la implantación de la Inquisición en Granada.
Pero como en ocasiones anteriores, la minoría reaccionará asegurándose el aplazamiento de su entrada en vigor mediante el pago de una considerable suma de dinero recaudada a través de los “servicios moriscos o farda mayor”. Se consolida así una política de negociación con la Corona sustentada en un pacto fi scal que asegurará, durante décadas, la permisibilidad de los vencedores con la idiosincrasia morisca. Difícil juego de equilibrios entre fe y farda, que tras el Sínodo de Guadix (1554) y la llegada de Felipe II al trono, dejará de ser efectivo.
El deterioro imparable de las relaciones entre ambos grupos, muy evidente ya en la década de los años sesenta en el Reino de Granada, obedeció a diversos factores. Unos de carácter interno, como la cada vez más asfi xiante y discriminatoria presión f i scal que crispaba a la minoría; la injusta comisión del doctor Santiago que conllevó el embargo de numerosas propiedades moriscas a favor del erario; el incremento de la actividad represiva de la Inquisición; la crisis de la seda; las limitaciones de ciertos privilegios a los moriscos más integrados, caso de las licencias para portar armas, tener esclavos o estar exentos de pagar la farda. Otros factores estuvieron determinados por la coyuntura internacional. Entre ellos cabe subrayar el recrudecimiento del activismo católico que supuso la entrada en vigor de las medidas del Concilio de Trento; el aumento de la presión de los corsarios berberiscos en las costas peninsulares y, muy especialmente, el avance imparable del Imperio Turco por el Mediterráneo, con conquistas tan simbólicas como la de Malta, en 1565.
En este contexto, las pragmáticas de 1566, promulgadas para erradicar los particularismos moriscos sin dar ya cabida a ninguna negociación, fueron el detonante de la Rebelión de las Alpujarras (1568-1570). Complejo enfrentamiento, de repercusión nacional e internacional, que se resolvió con la expulsión de todos los moriscos del Reino de Granada y su dispersión por el interior castellano, así como por otras provincias andaluzas, caso de Córdoba o Sevilla. La expulsión defi nitiva de todos los moriscos de España llegaría de manos de Felipe III, entre 1609 y 1614.
Gracias a las investigaciones de las últimas décadas, esta visión de los moriscos como un “todo”, disidente y criptoislámico, se ha matizado. Su historia es mucho más compleja que lo narrado hasta aquí. Los moriscos no fueron un grupo homogéneo ni estable en el tiempo. Entre las élites integradas que gozaron de múltiples privilegios, los mercaderes ricos, los colaboracionistas y los colaboradores que igualmente medraron en la sociedad castellana, o entre los campesinos, los empleados en diversos ofi cios urbanos o los esclavos moriscos, hubo todo un abanico de situaciones dispares. Como las hubo entre generaciones, entre hombres y mujeres, entre habitantes de poblaciones mixtas y vecinos de comunidades cerradas con escasa presencia cristiano vieja, caso de los alpujarreños. Diferencias, f i nal y lógicamente, entre los moriscos de Andalucía Oriental, incorporados al dominio cristiano casi en los albores del Quinientos, y los moriscos de la Andalucía Occidental, súbditos castellanos desde hacía siglos, caso de los sevillanos.
La orden de expulsión definitiva de Felipe III no fue, no es, el último capítulo de su historia. Hoy sabemos que muchos moriscos lograron quedarse. Algunos lo hicieron indultados por el poder, otros esquivaron la orden o regresaron secretamente del exilio. Pero todos fueron capaces de diluirse en la sociedad cristiano vieja, conservando en distintos grados la memoria de su identidad morisca.